No es lo que parece

Hace poco me acordé del BMW viejo de mi abuelo. Recuerdo su chasis verde oscuro, la tapicería áspera de tela gris, su olor característico, y de los momentos en los que nos metían a siete primos detrás y nos sentábamos los unos encima de los otros. Era cuando aún el cinturón estaba infravalorado hasta tal punto que no existía en los asientos traseros. Yo tenía diez años y me parecía el coche más bonito que había visto.

Pero de lo que más me acuerdo es de la radio que tenía. Era de esas que solo se encuentran en los coches antiguos, que se podían sacar para guardarlas porque, de la noche a la mañana, te habían roto la ventana y había “desaparecido”. A veces mi abuelo nos daba el capricho de dejarnos poner la música un poco más alta y todos gritábamos y berreábamos, porque eso no era cantar.

Y el otro día resulta que todo encajó. Se me encendió la bombilla. Y caí en la cuenta.

Tú eres como una radio antigua.

Esa radio eres tú.

Porque a simple vista encaja perfectamente en su hueco y con la estética del coche. Además está en un lugar que es admirada por todos. Era el último modelo de su generación. Tenía esos botones tan bonitos y esa pantalla tan atractiva. Yo sintonizaba con ella que ni te imaginas. Me ponía la mejor música a la más alta calidad y disfrutaba. Disfrutaba como nunca.

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Y era feliz en el coche con mi radio genial, siendo la envidia de todos y no había ni una preocupación que pudiese entrar porque las ventanillas están bien subidas y el aire sellado herméticamente. Nadie más entraba en ese ambiente perfecto, casi surrealista. Demasiado bueno para ser real. Ese tono musical era sólo para mí y mis oídos.

Me paseaba en el coche con la radio puesta, llena de felicidad, pensando que era lo mejor que me había podido pasar en no sé cuánto tiempo.

Y así unas semanas. Unos meses. Un tiempo. Pero llegó un día en el que tuve que dejar el coche un poco de lado. Ya no le podía dedicar tanto tiempo. Era el momento de volver al mundo real.

Y es que resulta que a partir de ese momento mi radio empezó a sintonizar un poco peor. Ya no me entendía igual. Al principio me lo tomaba como una excepción y lo dejaba pasar. Y como cuesta afrontarlo, no dejé que a la tercera fuese la vencida, sino más bien a la duodécima.

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No la oía igual. No disfrutaba igual. Y me empecé a fijar en que tampoco encajaba tan bien en el coche como creía. Ya no estaba ciega y empecé a ver los defectos de fábrica. Aun así, decidí ser fiel a mi radio porque me acordé de la ilusión que me hizo al principio. Decidí ponerme del lado de la ignorancia y que no me importase que todos los demás canales se oyesen cada vez peor porque mi estación favorita seguía en funcionamiento. Hice la vista gorda y escuchaba solo esa estación. Me callaba porque era más fácil engañarse. Era más cómodo seguir así que afrontar la realidad y admitir que mi radio ya no era la de siempre.

Sin embargo, cada vez sintonizaba menos, hasta que dejé de oirla del todo. Solo había ruido. Ese ruido crujiente y envolvente, con miles de chispas, que llega a ser ensordecedor. Esos viajes en coche, que tanto me apetecían, se habían vuelto amargos. Y me di de bofetada contra la realidad. Vi que tenía la opción de quedarme con una radio defectuosa que funcionaba un día no y otros siete tampoco, o sacarla del coche definitivamente porque ya no le encontraba el sentido a la situación. Al paredón.

ARCHIVES - SERGE GAINSBOURG ET JANE BIRKIN EN VOITURE - SANS DAT

Llegaron los ratos de indecisión. De pedir opinión, ayuda o lo que se ofreciese. De SOS a gritos en silencio. De miradas furtivas. De la duda. De preguntarse si merecía la pena arriesgar.

Pero es que mientras pensé en todo esto, se me adelantaron. Tomaron la decisión por mí. Fui a coger el coche y vi que en vez de estar la ventana del copiloto, lo que había era un millón de fragmentos de cristal en el suelo, dispersos por todas partes. Y pensé que era irónico que esa imagen tan sencilla plasmase tan bien lo que sentía.

Me asomé al interior del coche a través de esa no ventana para analizar los desperfectos. Lo primero que vi era que mi radio ya no estaba. Sólo quedaba un hueco rectangular, negro. Y, sobre todo, vacío. Que después de tantas señales y avisos que había tenido, y me había negado a recibir, se la había llevado otra persona.

Esa radio eras tú.

Así que cambié. Cambié de coche, de radio, de vida. Y opté por algo mejor. Me costó pero compré un coche nuevo. Me lo vendieron diciéndome que era más manejable, aerodinámico de última generación y que consumía el que menos. Pero verás, eso no es lo que más me gustó. Lo mejor que tiene es su radio. Es más discreta pero mil veces más fiable. Es de las que sabes que jamás se va a romper. Y encima es imposible que encajase mejor. Tiene memoria para guardar las emisoras así que siempre se acuerda de todo. Lee CDs además así que entiende mis gustos perfectamente. Nunca hace esos ruidos estridentes, siempre da en el clavo con el número de emisora. No me falla. Y, por primera vez en la vida, escucho la música con las ventanas y capota bajadas a todo volumen. No me da miedo que entren las preocupaciones porque sé que jamás existirán. Me da igual porque sé que, pase lo que pase, esa radio siempre será mi radio.

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Y es que hay veces que es mejor contar las cosas así porque una historia cala más hondo que cualquier otra palabra, mirada o gesto.

La radio solo tiene una cara, cuando debería tener dos.

– B. Bretch

– Z

Imágenes de: Oktoberkind, The girl with the little curl,

Horarios de oficina

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No mentiré. No diré que fue una tortura constante. Jamás negaré ninguna de las cosas que en su momento creí verdades. Sí, ser unos “kamikazes enamorados” fue genial. Y sí, puede que en algún momento se nos escapase alguna que otra promesa sin fundamento ni sustento. Pero te lo repetiré hasta la saciedad, querido: al pasado se le llama así por algo, y se queda donde mejor está, atrás.

Como todas las malas costumbres, esas que se caracterizan por rondar más de la cuenta, no había forma de que te fueses de una vez por todas. Le cogiste cariño a tu visita quincenal. Tirar de la cuerda cuando te convenía, cuando te sentías solo o simplemente te aburrías a ver si seguía yo en la otra punta era el mejor juego que habías conocido. De puertas para afuera se había acabado, pero el fin real estaba aún lejos. Sin embargo, eso de echarlo a perder todo por ti había perdido la gracia. La cuerda que nos unía la veía demasiado larga y cuando tú tirabas yo ya no lo notaba. Admitiré que mis indirectas no fueron las más acertadas pero contigo no conocía otra forma de comunicación. Siempre fui de las que salía por la puerta trasera: muy calladita, no decía nada, pero al fin y al cabo me iba.

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He pensado. He pensado mucho, más de lo que confesaré, y he llegado a la raíz de la cuestión: yo ya no soy la que tú conociste. No es que cambiase, es que volví a lo que era antes de que pusieses todo patas arriba. Tú fuiste mi desvío en el camino, la pérdida de control momentánea, el cambio irracional. Dejé que rompieses mis esquemas hasta que desapareciesen del horizonte, y lo que los dos creímos cerrado y sólido en realidad era líquido tirando a gaseoso. La clave fue tu llegada tarde, muy desequilibrada, muy tú, a pesar de que esperé más de lo debido y alargué más de lo que muchos considerarían correcto. La marca de tus dientes, el engaño a voces y la falsa valentía hacen mucho que pasaron al olvido. Tus horarios prestablecidos y limitados de oficina nunca fueron suficientes. Yo no podía llegar a casa y olvidarme, apagar el interruptor. Off. Lo mío es el trabajo non-stop.

Después de la locura desenfrenada, de los pulsos sin ningún sentido, y de los mareos enmascarados de interés empecé a sospechar que para ti, aquello en lo que yo me dejaba la piel, era un juego. Fueron demasiadas de cal y muy pocas de arena alivio. Y llegó el famoso en el punto que, por difícil que sea, decides no volver a mirar atrás. Ese punto en el que el amor propio pesa mucho más que el sacrificio, en el que lo absurdo empieza a gritar a pleno pulmón. El semáforo se pone en verde y resulta que te sobra el copiloto, o simplemente decides cambiar de coche, de ruta, de planeta si ya nos ponemos, y probar un lugar distinto.

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A pesar de todo, tuviste razón con eso de que de todo lo malo, sale algo bueno. Al final acertaste con tu predicción. Tu indecisión fue el principio del final y tus ideales sin sentido acabaron por sellarlo. Esa vez fue la despedida definitiva, de la que no hubo, hay ni habrá vuelta atrás. Por primera vez, las cosas están claras. También acerté yo con mi propia predicción, eso que te decía entre copas y risas, vacilando, que lo nuestro no iba acabar bien, por el desacierto y destiempo de todos tus intentos. Y así fue.

«Lo tuvimos tan cerca que nunca lo vimos, lo perdimos tan fácil que valió la pena.»

Fuiste ese viaje que debí dejar pasar, esa sonrisa de la que no me debí de enamorar, ese pasatiempos con el que no debí jugar. Que tu entrega fue lo mejor que hasta el momento había conquistado, no lo negaré, pero no me advertiste que era un arma de doble filo. Que las comparaciones son odiosas pero no puedo evitarlo, y seguiré pecando de medirte respecto a otros, aunque sea para mal.

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Nuestro problema no fue lo que callamos, sino precisamente lo que dijimos. La sinceridad la sobrevaloramos de tal forma que nos catapultó a la mayor de las mentiras. Así que decidí hacernos el mayor de los favores. El sol se puso. Las memorias desaparecieron. Mi teléfono no esperaba tu llamada. Mi portal no quería tus besos. Tu nombre dejó de residir entre mis memorias. Me guardaste entre tus trofeos. La culpa pesaba de más. Y la puerta se cerró.

–  Z

Fotografías de Elliott Erwitt