Horarios de oficina

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No mentiré. No diré que fue una tortura constante. Jamás negaré ninguna de las cosas que en su momento creí verdades. Sí, ser unos “kamikazes enamorados” fue genial. Y sí, puede que en algún momento se nos escapase alguna que otra promesa sin fundamento ni sustento. Pero te lo repetiré hasta la saciedad, querido: al pasado se le llama así por algo, y se queda donde mejor está, atrás.

Como todas las malas costumbres, esas que se caracterizan por rondar más de la cuenta, no había forma de que te fueses de una vez por todas. Le cogiste cariño a tu visita quincenal. Tirar de la cuerda cuando te convenía, cuando te sentías solo o simplemente te aburrías a ver si seguía yo en la otra punta era el mejor juego que habías conocido. De puertas para afuera se había acabado, pero el fin real estaba aún lejos. Sin embargo, eso de echarlo a perder todo por ti había perdido la gracia. La cuerda que nos unía la veía demasiado larga y cuando tú tirabas yo ya no lo notaba. Admitiré que mis indirectas no fueron las más acertadas pero contigo no conocía otra forma de comunicación. Siempre fui de las que salía por la puerta trasera: muy calladita, no decía nada, pero al fin y al cabo me iba.

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He pensado. He pensado mucho, más de lo que confesaré, y he llegado a la raíz de la cuestión: yo ya no soy la que tú conociste. No es que cambiase, es que volví a lo que era antes de que pusieses todo patas arriba. Tú fuiste mi desvío en el camino, la pérdida de control momentánea, el cambio irracional. Dejé que rompieses mis esquemas hasta que desapareciesen del horizonte, y lo que los dos creímos cerrado y sólido en realidad era líquido tirando a gaseoso. La clave fue tu llegada tarde, muy desequilibrada, muy tú, a pesar de que esperé más de lo debido y alargué más de lo que muchos considerarían correcto. La marca de tus dientes, el engaño a voces y la falsa valentía hacen mucho que pasaron al olvido. Tus horarios prestablecidos y limitados de oficina nunca fueron suficientes. Yo no podía llegar a casa y olvidarme, apagar el interruptor. Off. Lo mío es el trabajo non-stop.

Después de la locura desenfrenada, de los pulsos sin ningún sentido, y de los mareos enmascarados de interés empecé a sospechar que para ti, aquello en lo que yo me dejaba la piel, era un juego. Fueron demasiadas de cal y muy pocas de arena alivio. Y llegó el famoso en el punto que, por difícil que sea, decides no volver a mirar atrás. Ese punto en el que el amor propio pesa mucho más que el sacrificio, en el que lo absurdo empieza a gritar a pleno pulmón. El semáforo se pone en verde y resulta que te sobra el copiloto, o simplemente decides cambiar de coche, de ruta, de planeta si ya nos ponemos, y probar un lugar distinto.

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A pesar de todo, tuviste razón con eso de que de todo lo malo, sale algo bueno. Al final acertaste con tu predicción. Tu indecisión fue el principio del final y tus ideales sin sentido acabaron por sellarlo. Esa vez fue la despedida definitiva, de la que no hubo, hay ni habrá vuelta atrás. Por primera vez, las cosas están claras. También acerté yo con mi propia predicción, eso que te decía entre copas y risas, vacilando, que lo nuestro no iba acabar bien, por el desacierto y destiempo de todos tus intentos. Y así fue.

«Lo tuvimos tan cerca que nunca lo vimos, lo perdimos tan fácil que valió la pena.»

Fuiste ese viaje que debí dejar pasar, esa sonrisa de la que no me debí de enamorar, ese pasatiempos con el que no debí jugar. Que tu entrega fue lo mejor que hasta el momento había conquistado, no lo negaré, pero no me advertiste que era un arma de doble filo. Que las comparaciones son odiosas pero no puedo evitarlo, y seguiré pecando de medirte respecto a otros, aunque sea para mal.

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Nuestro problema no fue lo que callamos, sino precisamente lo que dijimos. La sinceridad la sobrevaloramos de tal forma que nos catapultó a la mayor de las mentiras. Así que decidí hacernos el mayor de los favores. El sol se puso. Las memorias desaparecieron. Mi teléfono no esperaba tu llamada. Mi portal no quería tus besos. Tu nombre dejó de residir entre mis memorias. Me guardaste entre tus trofeos. La culpa pesaba de más. Y la puerta se cerró.

–  Z

Fotografías de Elliott Erwitt