Como si fuéramos a morir

“Lector: Querido señor Snicket, ¿cuál es la mejor manera de guardar un secreto?

Señor Snicket: Contárselo a todo el mundo, pero fingiendo que bromeas.”

– L. Snicket

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Para los médicos, el tabaco es malo y hacer deporte es bueno. Hay que comer más fruta y dejar de lado las copitas de vino. No hay que olvidarse nunca de la vitamina C, de la protección solar y de lavarse bien los dientes. Están todo el día recetando cientos de remedios para combatir mil y una enfermedades, y los laboratorios no hacen más que invertir para crear más y más medicinas. Todos intentan desesperadamente aliviar los dolores humanos pero, es curioso, aún no han encontrado solución a la enfermedad que más puede llegar a matar: el secreto.

La tenemos desde muy pequeños y, según nos hacemos más mayores, va a peor, aumentando en tamaño y derivando en tantas mentiras que al final perdemos la cuenta. Debe ser que se olvidaron de traducir el manual de instrucciones o que no actualizaron la versión.

No hablo de secretos pequeños. Esos solos luchan por ser liberados y siempre se acaban escapando. Yo hablo de los secretos que de verdad matan, de los grandes que se guardan dentro, muy dentro, y no se comparten. Esos que no ven ni un solo rayo de la luz del día.

Es irónico, son los que más daño hacen pero los que mejor se guardan.

Son de los más perjudiciales para la salud pero nunca se curan.

De los que no tienen solución y ni nos molestamos en encontrársela.

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Se pueden guardar durante años, incluso toda la vida, como pequeñas cajas negras que se desdoblan para acabar abarcando montañas enteras. Y cuanto más tiempo se almacenan, más pesan. Pesan como nada y lo llenan todo. Crecen de forma exponencial y descontrolada. Y pueden llegar a destrozar al que lo guarda.

Algunos de ellos nunca se dicen en alto porque lo cambiarían todo. Otros porque son historias que no nacieron como un secreto pero que acabaron evolucionando para convertirse en uno. Otros son recuerdos tan pasados que jamás resucitarán pero que siempre nos quedará la duda de si realmente echamos de menos a la persona o tan sólo lo que nos hizo sentir. Otros que son tan discretos como un tener un elefante en mitad de la casa del que nadie quiere darse cuenta. Y hay otros que ni nos atrevemos a susurrar porque, al decirlos en alto, se convertirían en catastrófica realidad y entraríamos en un camino sin vuelta atrás.

Quizás esté ya cansada de cargar con tanto peso de más. Quizás es que ha llegado el momento de sincerarse sobrios y dejarlo todo al desnudo entre tú y yo. De una vez por todas, y también por las que vendrán.

Y puede que al final algún día no necesitemos ningún manual y aprendamos la lección de que el secreto del secreto está en no tener secretos, porque precisamente son las verdades las que hacen que seamos quienes somos.

Que es mejor lanzar la bola de nieve cuando es pequeña que dejarla rodar cuesta abajo, acumular más nieve y seguir creciendo.

Que puede que después de confesar eso que no te atreves a decir, no haya vuelta atrás pero, no pasa nada, yo ya solo miro el futuro.

Y que luego, si por una vez nos cuadran las cuentas entre tú y yo, dejaremos de escuchar a los médicos y nos fumaremos un cigarro, como si fuéramos a morir.

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– Z

Fotografía: Anónimo, Stephanie Seymour, Anónimo

El primer día del resto de mi vida

Recuerdo que hacía frío y que era ya de noche. Me acuerdo la sensación de pereza, de no querer ir a esa cena, de que yo estaba muy a gusto en ese bar, con una copa en la mano y las ganas de bailar en la otra, y lo último en mi lista era ponerme seria para ir a un restaurante. Hoy doy gracias por pensar en ese momento que la gente que cancela en el último momento es detestable. Por eso cogí el abrigo y fui a la dichosa cena. Llegué al restaurante tarde pero aun así era la primera de todos. Si no recuerdo mal, era el comienzo de mi etapa de obsesión con el vino así que me pedí una copa, para amenizar la espera. Podría contarte mil detalles más de esa noche pero hay uno que sé que jamás se me olvidará: el momento en el que vi que tú me miraste. Y ahí lo supe. Tú ya me entiendes.

Se me hace gracioso pensar que durante años nos relacionábamos a base de “holas seguidos”, esos en los que te encuentras a alguien en el pasillo, saludas brevemente y sigues andando porque en realidad nunca te llegaste ni a parar. Y una noche de diciembre, sin aviso previo, después de años sin contacto alguno, nos re-conocimos.

Y lo demás ya quedó entre tú y yo.

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Porque a partir de ese día por primera vez el contador sumó en positivo. Por primera vez las cuentas salían. Por primera vez no era ciencia ficción, sino realidad. Por primera vez supe que podía arrancar y que me podía embalar, olvidándome de los frenos y divirtiéndome, no con la brisa, sino con un huracán en la cara a mil por hora.

Es que entraban ganas de irse a cualquier otra parte, con tal de que fuese única y exclusivamente contigo. La idea era firmar un contrato de ausencia indefinida y desaparecer del mapa. Y por el camino convertirnos en el mejor equipo de dos que jamás hubiese existido. Porque no, necesitábamos a nadie más. Porque sí, era una superación de expectativas constante.

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Esa sensación de haber encontrado el “punto y final” no era pura corazonada, sino es que simple y llanamente ya no había sitio para más puntos. Todo lo habías llenado tú.

Hay veces que después de tantas decepciones has enterrado ese sentimiento tan profundamente que se encuentra casi en el centro más oscuro de tu ser, y en teoría es imposible que salga algo nuevo. Digo teóricamente porque si resulta que se entierra en un buen suelo, dará lugar, en el momento justo, a que crezca algo genial. Algo que supere a todo lo anterior con tal magnitud que será imposible comparar porque eso sí que es jugar en primera división y todo los demás simples partidos de aficionados de domingo por la mañana. Get ready to get your mind blown.

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Bienvenido a mi lista de obsesiones, de seres permanentes y triunfos inminentes.

El día que te sentaste en la mesa de ese restaurante fue el momento en el que empecé a desempolvar palabras y reinventarlas, dándoles un nuevo significado. “Ir a cenar” ya no era comer con cualquiera sino experimentar el mayor de los subidones contigo. Los “nervios” no eran algo que se experimentaba antes de un examen o una entrevista, sino los veinte elefantes, que no mariposas, que se materializaban en mi estómago cuando te veía. Y la “ginebra” no era ese vaso que tenía el don de convertir la noche en prometedora, sino el recuerdo del sabor de nuestro primer beso.

Contigo aprendí que a veces los mejores momentos de nuestras vidas son aquellos que transcurren en silencio. Que las palabras suelen sobrar. Y las formas también.

A tu lado todo me sabía a poco, “más” nunca era suficiente y “ya” llegaba media hora tarde.

¿Y qué decirte que no hubieses intuido ya? Hacía ya tiempo que te había entregado el mapa de mi alma. Que eras mi presente y no había día sin ti. Ni hora ni minuto, para qué engañarse. Hacías que eso de la telepatía, la conexión, la chispa fuesen cosa del día a día. E, irremediablemente, sólo siendo tú, conseguiste que te quisiera de una forma inexplicable y ya no existía palabra en el vocabulario español capaz de describir lo que eras para mí.

Había veces que intentaba que no me gustases, y sólo sentía más. Me encantabas y me encantaba que me encantases. La mejor sensación era la de tenerte muy cerca y pensar que sería genial que algún día estuviésemos tan pegados hasta el punto de fusionarnos. Me enamoraba tu sonrisa, tan especial, tan para mí. Tu sello de identidad. Me gustaba cuando nuestros ojos se fijaban y, sin haber abierto la boca, nos lo habíamos dicho todo. Me encantabas incluso con barba, que fíjate que la odiaba porque me lijaba la cara. Me encantabas aquí y allá, lejos y cerca, pero cuanto más cerquita mejor.

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Y te hablo en pasado porque es que hoy describir el ir a cenar contigo como un subidón se queda corto, los veinte elefantes son ahora ochenta, nuestro equipo se está perfeccionando y el momento de irnos a cualquier otra parte de forma indefininda se aproxima, los besos no tienen uno sino un millón de sabores y recuerdos, la primera división se nos quedó pequeña hace mucho, ese «punto y final» ocupa todo el horizonte, el huracán ya ni lo noto porque esto lo superó hace bastante tiempo y los «holas seguidos» se han transformado en un gran «me quedo«.

– Z