El primer día del resto de mi vida

Recuerdo que hacía frío y que era ya de noche. Me acuerdo la sensación de pereza, de no querer ir a esa cena, de que yo estaba muy a gusto en ese bar, con una copa en la mano y las ganas de bailar en la otra, y lo último en mi lista era ponerme seria para ir a un restaurante. Hoy doy gracias por pensar en ese momento que la gente que cancela en el último momento es detestable. Por eso cogí el abrigo y fui a la dichosa cena. Llegué al restaurante tarde pero aun así era la primera de todos. Si no recuerdo mal, era el comienzo de mi etapa de obsesión con el vino así que me pedí una copa, para amenizar la espera. Podría contarte mil detalles más de esa noche pero hay uno que sé que jamás se me olvidará: el momento en el que vi que tú me miraste. Y ahí lo supe. Tú ya me entiendes.

Se me hace gracioso pensar que durante años nos relacionábamos a base de “holas seguidos”, esos en los que te encuentras a alguien en el pasillo, saludas brevemente y sigues andando porque en realidad nunca te llegaste ni a parar. Y una noche de diciembre, sin aviso previo, después de años sin contacto alguno, nos re-conocimos.

Y lo demás ya quedó entre tú y yo.

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Porque a partir de ese día por primera vez el contador sumó en positivo. Por primera vez las cuentas salían. Por primera vez no era ciencia ficción, sino realidad. Por primera vez supe que podía arrancar y que me podía embalar, olvidándome de los frenos y divirtiéndome, no con la brisa, sino con un huracán en la cara a mil por hora.

Es que entraban ganas de irse a cualquier otra parte, con tal de que fuese única y exclusivamente contigo. La idea era firmar un contrato de ausencia indefinida y desaparecer del mapa. Y por el camino convertirnos en el mejor equipo de dos que jamás hubiese existido. Porque no, necesitábamos a nadie más. Porque sí, era una superación de expectativas constante.

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Esa sensación de haber encontrado el “punto y final” no era pura corazonada, sino es que simple y llanamente ya no había sitio para más puntos. Todo lo habías llenado tú.

Hay veces que después de tantas decepciones has enterrado ese sentimiento tan profundamente que se encuentra casi en el centro más oscuro de tu ser, y en teoría es imposible que salga algo nuevo. Digo teóricamente porque si resulta que se entierra en un buen suelo, dará lugar, en el momento justo, a que crezca algo genial. Algo que supere a todo lo anterior con tal magnitud que será imposible comparar porque eso sí que es jugar en primera división y todo los demás simples partidos de aficionados de domingo por la mañana. Get ready to get your mind blown.

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Bienvenido a mi lista de obsesiones, de seres permanentes y triunfos inminentes.

El día que te sentaste en la mesa de ese restaurante fue el momento en el que empecé a desempolvar palabras y reinventarlas, dándoles un nuevo significado. “Ir a cenar” ya no era comer con cualquiera sino experimentar el mayor de los subidones contigo. Los “nervios” no eran algo que se experimentaba antes de un examen o una entrevista, sino los veinte elefantes, que no mariposas, que se materializaban en mi estómago cuando te veía. Y la “ginebra” no era ese vaso que tenía el don de convertir la noche en prometedora, sino el recuerdo del sabor de nuestro primer beso.

Contigo aprendí que a veces los mejores momentos de nuestras vidas son aquellos que transcurren en silencio. Que las palabras suelen sobrar. Y las formas también.

A tu lado todo me sabía a poco, “más” nunca era suficiente y “ya” llegaba media hora tarde.

¿Y qué decirte que no hubieses intuido ya? Hacía ya tiempo que te había entregado el mapa de mi alma. Que eras mi presente y no había día sin ti. Ni hora ni minuto, para qué engañarse. Hacías que eso de la telepatía, la conexión, la chispa fuesen cosa del día a día. E, irremediablemente, sólo siendo tú, conseguiste que te quisiera de una forma inexplicable y ya no existía palabra en el vocabulario español capaz de describir lo que eras para mí.

Había veces que intentaba que no me gustases, y sólo sentía más. Me encantabas y me encantaba que me encantases. La mejor sensación era la de tenerte muy cerca y pensar que sería genial que algún día estuviésemos tan pegados hasta el punto de fusionarnos. Me enamoraba tu sonrisa, tan especial, tan para mí. Tu sello de identidad. Me gustaba cuando nuestros ojos se fijaban y, sin haber abierto la boca, nos lo habíamos dicho todo. Me encantabas incluso con barba, que fíjate que la odiaba porque me lijaba la cara. Me encantabas aquí y allá, lejos y cerca, pero cuanto más cerquita mejor.

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Y te hablo en pasado porque es que hoy describir el ir a cenar contigo como un subidón se queda corto, los veinte elefantes son ahora ochenta, nuestro equipo se está perfeccionando y el momento de irnos a cualquier otra parte de forma indefininda se aproxima, los besos no tienen uno sino un millón de sabores y recuerdos, la primera división se nos quedó pequeña hace mucho, ese «punto y final» ocupa todo el horizonte, el huracán ya ni lo noto porque esto lo superó hace bastante tiempo y los «holas seguidos» se han transformado en un gran «me quedo«.

– Z

-10 días de otoño.

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Sabes que ya se ha acabado el verano cuando te montas en cualquier autobús y, en vez de pasar un frío insoportable que te pone casi hasta las uñas moradas, te rodea un calorcillo intenso.

Sabes que se ha acabado el verano cuando al salir de tu casa, justo cuando estás cerrando la puerta, te grita tu madre “niña, ¿has cogido una chaqueta?”

Sabes que se ha acabado el verano cuando estás escribiendo este post, miras por la ventana y ves que está cayendo una lluvia torrencial y todo el mundo entra calado, dejando un rastro de gotitas que caen del paraguas.

Sabes que se ha acabado el verano cuando ya no es de día a las diez de la noche y ya no te encuentras con tanta terracita llena hasta rebosar a cualquier hora del día (menos la de la siesta).

Sabes que se ha acabado el verano cuando todo el mundo comienza de nuevo con la rutina y los planes con amigos son más escasos.

Sabes que se ha acabado el verano cuando la gente deja de subir esas tan poco originales fotos de tripa, piernas, pies y mar (en ese orden).

Los que habéis visto la película sabéis de lo que hablo.

Muchos se lamentan, incluso seguro que lloran, cuando concluye la época estival. Pero a mí no me importa. Me gusta el otoño. No por las hojitas de colores, los niños con mochila o ese tipo de cursiladas. Como la excusa con la que Diana Kruger le pega un tortazo a Dany Boon en la película que comparten: “cursilada, bofetada”.

Me gusta tener a los míos aquí cerca después de la vuelta de vacaciones. Me gusta más aún el invierno, la sensación de salir a la calle y que se te congele la cara. De disfrutar de un paseo por una ciudad iluminada por fin porque anochece antes.

Me gusta ver a las chicas con chaquetas de cuero y a los hombres de traje con abrigos clásicos hasta la rodilla.

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Me gustan las bufandas grandes.

Me gustan los botines con tacón alto.

Me gusta la ecuación sofá + manta + te + libro.

Me gustan mis mejillas rojas y tus manos permanentemente calientes, a pesar de no llevar nunca guantes.

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En algo se tenía que notar mi procedencia germano irlandesa.

Creo que las personas se proponen más cambios, o por lo menos se los toman más en serio, al llegar septiembre que el uno de enero. Nos sale de forma inconsciente. Siempre fue el momento de mayor cambio durante nuestra infancia y adolescencia, los primeros años de vida, y el humano es un ser de costumbres.

Yo ya he empezado con los míos y los estoy disfrutando.

-Z.