Continuación de Los fantasmas del pasado
Era de noche y hacía frío, mucho, como a mi me gusta: bufanda hasta la nariz y manos bien encajadas en la profundidad de los bolsillos. Las luces de Navidad en forma de molinillos gigantes iluminaban todo Serrano. Me encantaba cómo parecía que flotaban en el aire, y me gustaba creer que cada lucecita almacenaba la ilusión de alguien, por peculiar que fuese. Era una pena que los molinillos reales, a pesar de transportar algo tan valioso como un deseo, siempre se acababan cayendo al suelo y hundiendo sin más.
A esto le iba dando vueltas con la mirada en otro lugar, esperando a que el semáforo se abriese para cruzar, cuando te vi. Miré dos veces porque no me lo creí. Y una tercera por si acaso, que las distancias no son mi fuerte.
Había pasado mucho desde la última vez que te pude entrever, escondiéndome en las masas de Gran Vía. Esta vez no había huida, yo en primera fila en el cruce, tú más de lo mismo en la acera de enfrente.
Vi que me habías visto. Mi cara reflejada en la tuya. ¿Y ahora qué? parecía que me decías.
Volví a mirar al semáforo. Parecía que llevaba cerrado una hora.
Dos años y aquí seguíamos. Silencios incómodos, miradas furtivas, y una larga lista de palabras nunca dichas. Rebotes de pupilas, sonrisas torcidas y las cosas que nunca te dije, enumeradas de uno a cien. Todos nuestros fotogramas recorrieron mi mente.
El semáforo seguía en rojo y me mirabas. Seguías teniendo esos ojos que siempre veían más allá. Esos jodidos ojos color mar revuelto. Esos ojos que creaban mil preguntas y dejaban un millón sin contestar.
Pero esta vez no fue como la anterior. No me empecé a preguntar mil y una cosas llenas de “y si supieras” o “si hubiésemos hecho esto”. Sólo me dediqué a mantener la mirada, y en seguida supiste por donde iban los tiros.
Mente en blanco. Semáforo en verde. Un pie delante de otro. El tiempo parecía ir un poco más despacio, una especie de ralentización en la que oyes demasiado alto tu respiración o como suenan las ruedas del coche que frena sobre el asfalto a tres metros.
Ya casi a la mitad, estábamos muy cerca, y sin dejar de mirarnos.
Pero cuanto más cerca te veía, más desaparecía la imagen que había tenido de ti tanto tiempo y más emergía un extraño. Una especie de transformación etérea que solo veían mis ojos.
Y vi que ya no eras la persona con la que, tumbados en la cama hasta las mil y una, escuchaba a ese grupo, un casco para cada uno. Como si ese fino cable blanco era lo único que nos unía.
Intenté recordar el olor de tu colonia y descubrí que era algo que se me había escapado hace mucho.
Ya no me importaba saber si te habían dado ese trabajo, o si habías encontrado a otra con la que dejar de contar las horas. Resulta que es posible que las comparaciones se queden cortas. Muy cortas.
Me daba igual si seguías siendo fiel a tu costumbre de ir solo a cenar fuera si se trataba de una buena hamburguesa, si jugar a esos videojuegos que yo no entendía seguía siendo uno de tus pasatiempos preferidos o si seguías teniendo una sonrisa con mirada felina.
Ya no cavilaba sobre si esa frase tuya haría que todos mis problemas saliesen volando por la ventana. Triple mortal y de cabeza.
No me importaba lo más mínimo cómo contases nuestra historia, o ni siquiera si lo hacías, para bien o para mal. Porque, al verte así de cerca, noté que ese episodio nunca fue lo que creí que era. Esos son los engaños de la mente que nos aferra a pasados rotos creyendo que así se arreglan. Tardé demasiado en darme cuenta de que lo nuestro no se fue rompiendo en más añicos tras cada sinsentido, sino que nunca nació de una sola pieza. Y es que siempre le faltaron partes al rompecabezas de tú y yo.
La cuestión era, que cruzando ese semáforo, vi que tú quizás llegaste a ser algo, pero que nunca lo fuiste para mí.
Que ya pasó mucho tiempo desde la última vez en la que me preocupé si leías lo que escribía, y que no me acuerdo de cuando fue la última vez en la que escribí algo que solo era para tus ojos.
Que éramos básicamente unos desconocidos.
Que había descubierto con el paso del tiempo que no fuiste mi tiro más preciso, como yo creía. Que no di en el blanco, más bien que la flecha voló sin rumbo hasta que cayó al suelo. Es irónico eso de ver las cosas con perspectiva.
Y ya en el centro del cruce, a veinte centímetros de ti, a punto de rozar manos, me acordé de esa frase que escribí: en ocasiones deseamos que sucedan ciertas cosas y cuando llega el momento nos damos cuenta de que no queremos más que dejar pasar ese tren.
Y creo, que en ese mismo instante, lo supe, sin mediar palabra.
Un paso más y saliste de mi campo de visión.
Miré al cielo y vi los molinillos, y entendí que la cuestión nunca ha estado en si te caes como ellos cuando dejan de volar, sino en si viene un viento de los fuertes y te vuelves a levantar.
– Z