Los fantasmas del pasado II

Continuación de Los fantasmas del pasado

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Era de noche y hacía frío, mucho, como a mi me gusta: bufanda hasta la nariz y manos bien encajadas en la profundidad de los bolsillos. Las luces de Navidad en forma de molinillos gigantes iluminaban todo Serrano. Me encantaba cómo parecía que flotaban en el aire, y me gustaba creer que cada lucecita almacenaba la ilusión de alguien, por peculiar que fuese. Era una pena que los molinillos reales, a pesar de transportar algo tan valioso como un deseo, siempre se acababan cayendo al suelo y hundiendo sin más.

A esto le iba dando vueltas con la mirada en otro lugar, esperando a que el semáforo se abriese para cruzar, cuando te vi. Miré dos veces porque no me lo creí. Y una tercera por si acaso, que las distancias no son mi fuerte.

Había pasado mucho desde la última vez que te pude entrever, escondiéndome en las masas de Gran Vía. Esta vez no había huida, yo en primera fila en el cruce, tú más de lo mismo en la acera de enfrente.

Vi que me habías visto. Mi cara reflejada en la tuya. ¿Y ahora qué? parecía que me decías.

Volví a mirar al semáforo. Parecía que llevaba cerrado una hora.

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Dos años y aquí seguíamos. Silencios incómodos, miradas furtivas, y una larga lista de palabras nunca dichas. Rebotes de pupilas, sonrisas torcidas y las cosas que nunca te dije, enumeradas de uno a cien. Todos nuestros fotogramas recorrieron mi mente.

El semáforo seguía en rojo y me mirabas. Seguías teniendo esos ojos que siempre veían más allá. Esos jodidos ojos color mar revuelto. Esos ojos que creaban mil preguntas y dejaban un millón sin contestar.

Pero esta vez no fue como la anterior. No me empecé a preguntar mil y una cosas llenas de “y si supieras” o “si hubiésemos hecho esto”. Sólo me dediqué a mantener la mirada, y en seguida supiste por donde iban los tiros.

Mente en blanco. Semáforo en verde. Un pie delante de otro. El tiempo parecía ir un poco más despacio, una especie de ralentización en la que oyes demasiado alto tu respiración o como suenan las ruedas del coche que frena sobre el asfalto a tres metros.

Ya casi a la mitad, estábamos muy cerca, y sin dejar de mirarnos.

Pero cuanto más cerca te veía, más desaparecía la imagen que había tenido de ti tanto tiempo y más emergía un extraño. Una especie de transformación etérea que solo veían mis ojos.

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Y vi que ya no eras la persona con la que, tumbados en la cama hasta las mil y una, escuchaba a ese grupo, un casco para cada uno. Como si ese fino cable blanco era lo único que nos unía.

Intenté recordar el olor de tu colonia y descubrí que era algo que se me había escapado hace mucho.

Ya no me importaba saber si te habían dado ese trabajo, o si habías encontrado a otra con la que dejar de contar las horas. Resulta que es posible que las comparaciones se queden cortas. Muy cortas.

Me daba igual si seguías siendo fiel a tu costumbre de ir solo a cenar fuera si se trataba de una buena hamburguesa, si jugar a esos videojuegos que yo no entendía seguía siendo uno de tus pasatiempos preferidos o si seguías teniendo una sonrisa con mirada felina.

Ya no cavilaba sobre si esa frase tuya haría que todos mis problemas saliesen volando por la ventana. Triple mortal y de cabeza.

No me importaba lo más mínimo cómo contases nuestra historia, o ni siquiera si lo hacías, para bien o para mal. Porque, al verte así de cerca, noté que ese episodio nunca fue lo que creí que era. Esos son los engaños de la mente que nos aferra a pasados rotos creyendo que así se arreglan. Tardé demasiado en darme cuenta de que lo nuestro no se fue rompiendo en más añicos tras cada sinsentido, sino que nunca nació de una sola pieza. Y es que siempre le faltaron partes al rompecabezas de tú y yo.

La cuestión era, que cruzando ese semáforo, vi que tú quizás llegaste a ser algo, pero que nunca lo fuiste para mí.

Que ya pasó mucho tiempo desde la última vez en la que me preocupé si leías lo que escribía, y que no me acuerdo de cuando fue la última vez en la que escribí algo que solo era para tus ojos.

Que éramos básicamente unos desconocidos.

Que había descubierto con el paso del tiempo que no fuiste mi tiro más preciso, como yo creía. Que no di en el blanco, más bien que la flecha voló sin rumbo hasta que cayó al suelo. Es irónico eso de ver las cosas con perspectiva.

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Y ya en el centro del cruce, a veinte centímetros de ti, a punto de rozar manos, me acordé de esa frase que escribí: en ocasiones deseamos que sucedan ciertas cosas y cuando llega el momento nos damos cuenta de que no queremos más que dejar pasar ese tren.

Y creo, que en ese mismo instante, lo supe, sin mediar palabra.

Un paso más y saliste de mi campo de visión.

Miré al cielo y vi los molinillos, y entendí que la cuestión nunca ha estado en si te caes como ellos cuando dejan de volar, sino en si viene un viento de los fuertes y te vuelves a levantar.

– Z

Después del final

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Hace unos días vi esta foto y no pude estar más de acuerdo con Hemingway. Me hizo ver que hacía mucho que no escribía sobre este tema: sobre lo que realmente duele. He repetido por aquí más de una vez que escribir es terapia personal y gratuita. De la que te ayuda a resolver los problemas de ahí fuera, que la mayoría del tiempo en realidad son cuestiones que tienes sin resolver contigo mismo. No nos damos cuenta y somos así de humanos  orgullosos a veces.

Así que pensé que era hora de ponerme manos a la obra con la tarea de desahogarme y fui directa al grano: me pregunté qué es lo que más me pudo doler de toda mi vida. Y curiosamente lo primero que se me vino a la mente fuiste tú. Tú, sinónimo de dolor, penas y angustia durante tanta eternidad, experto de primera clase en el tema de defraudar con un buen máster en engañar y demasiada experiencia en decepcionar. Han pasado años ya. Muchas cosas han ido y venido en ese tiempo. Y sin embargo tú, junto con el intento de unir distintos imposibles, es siempre lo peor que recuerdo.

Al pensar en ti, me quedé quieta, callada, conteniendo la respiración y esperando a que llegase esa avalancha de dolor que solía acompañar algún cruce descarado y sin autorización previa de tu nombre por mi mente.

Tic tac.

Esperé un poco más.

Tic tac.

Y más.

Tic tac.

Verás, es que era curioso, no llegaba el dolor. Ahí no llegaba nada de nada. Mi mente estaba tan en blanco como la hoja que me había dispuesto a llenar con algo que tuviese una mínima sustancia.

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Pensé que debía ir más a fondo, así que abrí el cajón veneno de los recuerdos. De par en par. Una caricia. Una mentira. Un beso. Una pelea. Una sonrisa. Un engaño. Fotogramas de un segundo. Uno tras otro, a todo color y alta resolución, un flujo ininterrumpido. Como una película de terror. Y seguía sin sentir nada.

Desesperada, decidí intentarlo por última vez, a ver si me quedaba un último ápice de semtimiento por sacar y, por si las moscas, le di con toda la palma de la mano al botón rojo, ese que se supone que nunca hay que pulsar. Te imaginé ahora, con una vida sin mí. Una rutina sin mí. Un hacerse mayor y aprender sin mí. Una felicidad sin mí. Todo sin mí. Y seguí tan tranquila como si estuviese viendo las nubes pasar.

No puede ser, pensé, no puede ser que lo que ha sido mi mayor fuente de desesperación, y por ende de inspiración, ya no me produzca ni el más mínimo cosquilleo. Nada. Me frusté porque ya no me servías ni para escribir. Y me enfadé, porque después de todo lo que había aguantado, sufrido, confiado en falso, tragado, perdonado en vano, soportado, inserte cualquier otro sinónimo aquí, lo mínimo que me merecía era poder relatarlo para desahogarme a mi manera, anónima y extremadamente efectiva. Pero es que, ya puestos, ni eso me pudiste garantizar. Otra injusticia más de las tuyas.

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Que después de todo lo luchado por recibir la más mínima aprobación tuya, ya no podía ni recordar la sensación de felicidad de cuando la conseguía.

Que después de soportar todos los doblesentidos, triplesentidos ya que estamos, y sinsentidos, se me había hasta olvidado lo que sentía cuando me acariciabas el brazo y notaba como todos los pelos, uno a uno, se erizaban.

Que después de pactar y aceptar tu partida de un solo jugador, que todos menos yo inevitablemente veían que iba a perder, tu apodo cariñoso para mí había desaparecido de mi mente y los imposibles resultaron ser demasiado grandes.

Que después de aguantar las palabras que se las llevaba el viento y los ojos que iban al suelo, los recuerdos de esas tardes de verano ya no existen en los rincones de mi memoria.

Que después de jugarme el cuello una vez tras otra y aceptar todos los inmerecidos, ya no seguías aquí, aunque en realidad la última vez sólo te quise aquí por orgullo y por eso de tener la última palabra.

Que se puede decir que te olvidé, que te desdibujé permanentemente de una vez por todas, que lo conseguí, que asumí que no había sitio para los dos.

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Pero no del todo, nunca del todo, porque al percatarme de cómo había cambiado, de lo feliz que era ya, vi que todo lo había conseguido por la mayor lección que tú me enseñaste: no merece la pena aguantar injusticias a esos niveles por alguien porque esa persona se acabará yendo y, además de sufrir, que ya es poco agradable, te quedará el trabajo de superarlo, que ya cuenta con un nivel de dificultad extrema. Y después de todo eso, no quedará ni un mísero recuerdo bueno para meter al baúl. No te quedará nada de lo que fue, ni la cáscara. No quedarán ni los restos del polvo que salen al rascar de una memoria cualquiera, porque la mente es así de traicionera: deja que sufras para que luego con el paso del tiempo ni te permita quedarte con un solo recuerdo, y muchísimo menos los buenos, para que cuando te preguntes por enésima vez consecutiva por qué pasaste por todo eso, puedas decir “ah amigo, mereció la pena porque…”. Sólo tendrás la sensación de haber sufrido el mayor delirio de tu vida.

Porque como dicen unos, «el tiempo es un homicida cruel».

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Gracias, querido Hemingway, gracias.

– Z