El plan B

Nos dejamos por el camino. Sacrificamos grandes sueños a cambio de lo aceptable. Nos quedamos con la opción fácil, por falta de fuerzas o, peor aún, falta de ganas. Olvidamos que quien no arriesga, nunca gana, y que para poder querer al de enfrente, hay que empezar por quererse a uno mismo. Dejamos que la vida pase y pase y cada 31 de diciembre proponemos el gran cambio que el 4 de enero acaba caducando. Nos desvivimos y nos desgastamos. Posponemos. Retrasamos. Olvidamos.

Y al final nos convertimos en nuestro propio plan B.

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A todos nos llega un momento en el que podemos elegir ser de los que viven o de los que dejan el tiempo pasar. Y a mí me han abierto los ojos de par en par. Me han demostrado que la vida son dos días y uno te lo pasas trabajando. Que hay cosas que se tienen que acabar para que otras nuevas puedan empezar. Que más vale disfrutar porque el viaje es solo de ida. Que cometer errores es humano y no hay que castigarse de más. Que hay que olvidarse de los que nos hicieron daño porque, créeme, acabarán poniéndoles en su lugar. Y que, sobre todo, los malos sentimientos tienen que ser cosa de otros.

Que los que te quieren para siempre, siempre estarán. Condición necesaria y suficiente. Que hay que levantarse con unas pocas ganas de comerse el mundo para evitar que todo se vuelva gris. Y si llegas al punto de aburrirte, replantéatelo todo porque seguramente no esté compensando.

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Que cuando empezamos a llorar más de la cuenta, toca celebrar. Celebrar aquellos que están y aquellos que ya no estarán. La cuestión está en que cada uno de nosotros somos el conjunto de las personas que han estado en nuestra vida. Así que quiere a cada uno de ellos y recuérdales, a tu manera. Recuerda que la gente puede sorprender y mucho y verás que los que crees que se han olvidado de ti aparecen para alegrarte un viernes cualquiera. Comparte con los que importan y deshazte de los que no. No te compliques. Y quédate con los que inspiran, esos que sin despegar los labios nos enseñan las mayores lecciones, porque son los que merecen la pena.

Cuando te quedes sin ánimos de seguir peleando, recuerda que lo que fácil viene fácil se va. Hay que luchar y duro. Y gritar ayuda, hazme caso. Disfruta de los pequeños lujos porque su suma es muy grande. Despertarte en la playa con tus amigos, aprender a conducir con tu primo o jugar a las cartas con tu padre a simple vista pueden no parecer mucho pero te aseguro que, con el tiempo, acabarán siéndolo todo.

Y ahora toca poner un pie delante del otro y mirar al frente. No hay que creer en los finales tristes. Todo es cuestión de perspectiva.

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– Z

Para Sergio, siempre te echaremos de menos.

Fotografías: Anónimo, James Dean, Anónimo.

No hay segundas vueltas

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Todos conocemos el gran secreto pero muy pocos lo llegan a interiorizar: escucharte a ti mismo es la clave para dormir por las noches. Además, nacemos con la mejor máquina de consejos a prueba de errores instalada en nuestra cabeza, gratis y con licencia ilimitada, y nos empeñamos en callarla. Dejamos que el sexto sentido, el más útil de todos, que siempre va tres pasos por delante, coja polvo. Nos mandamos a nosotros mismos mensajes subliminales de alerta y los ignoramos. Dejamos que nos dejen de lado y nos dejamos a nosotros mismos por el camino. Permitimos lo impermisible. Y es que, en frío, todo esto me resulta inalcanzable.

Así que utilizo unas palabras reivindicativas para gritar a todos los que estén en duda que paren dos segundos, más no se necesitan, y escuchen a esa voz porque te puede cambiar la vida.

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Que nadie es mejor ni más grande que tú. Que todos somos una obra de arte y el arte se crea para ser expuesto. Que se note que ahí habéis llegado tú y tus maneras y nada ni nadie podrá contigo. Pero nunca te olvides que la grandeza se mide también con cómo de grande eres con los demás.

Que en el fondo tienes la respuesta que siempre has querido tener. Está dentro de ti. No importa la edad que tengas que tu conciencia siempre tendrá sus dosis de sabiduría.

Que no nacemos con un manual que detalle a la perfección el método a seguir para no dejar el amor propio en el cajón del olvido pero podemos aprender la técnica. Que hay que saber decir “no”, que a veces es mucho más importante que decir “sí”.

Que las cosas tienen que fluir y ser sencillas y, si no lo son, no merecen la pena. Regla básica: si no es fácil, no tiene que ser. Pocas excepciones hay.

Que hay circunstancias en la vida que toca ponerse a uno mismo por delante, por egoísta y mal que suene. Es así, y es por ti y por tus compañeros. El arte de saber querer a los que te rodean es poder identificar esas situaciones.

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Que el sexto sentido hay que explotarlo. Tiene que dejar de ser el espejo de lo que sabemos y no nos permitimos creer y convertirse en nuestro guía. Ten paciencia que el tiempo es una máquina de dar la razón de manera incansable.

Que cuando salta la alarma, no hay que ponerse los cascos con cancelación de sonido. Es tentador hacerse el sordo pero llegará el día en el que ruido sea tan fuerte que nada lo bloqueará. No dejes que llegue ese día.

Que hay que ser fiel a los valores y nunca, nunca, nunca hay que cambiar por otro. Una persona tiene que tener personalidad, la propia palabra lo implica. Punto. Si has sido creado como único e irremplazable, ¿por qué ir en contra de la propia naturaleza?

Que nunca hay que dejar de lado cierta racionalidad. Que la cercanía es muy bonita pero puede nublar la vista.

Que hay que saber levantarse después de una derrota pero, más importante aún, hay que saber caer, por amargo que sepa. Cuanto antes aprendas mejor porque la vida es una carrera de obstáculos y nunca hay dos sin tres.

Y que la mejor inversión en tiempo es dedicártelo a ti mismo haciendo lo que a ti te gusta. Estando solo o acompañado, como más te apetezca. Que tu vida es tuya y no hay segundas vueltas. Aprovéchala, juégatela y, sobre todo, vívela.

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– Z

Fotografías: Anónimo, Anónimo, Georgette Crimson, Anónimo

Esas conversaciones

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Me quedo con esas conversaciones de mañana o de tarde. O de madrugada. Esas de celebración en las que alguien importante te cuenta que ha llegado a su meta. Esas en las que deseas, con el tiempo, deseas haberte tragado todas tus palabras. Y las terapéuticas de después que tienes con tu amiga y un café, en las que consigues que las penas sean menos graves. Esas de ascensor, que siempre pueden significar algo más, o no. Esas que solo tienes con tu madre, con mucho cariño en la cocina un domingo en las que te transmite lecciones que recordarás el resto de tu vida. Esas difíciles que tienes contigo misma, que más que conversaciones son gritos unilaterales, y nadie más que tú y tu conciencia oís. Esas que también susurras para que no se oigan, por miedo a que se cumplan las sospechas o se rompan las ilusiones. Esas formales de comida de trabajo con una sonrisa algo forzada. Esas trascendentales que pueden durar dos minutos pero te dejan una marca muy honda.

Me quedo con esas conversaciones en silencio, solo a base de miradas, que transmiten más que cualquier otra. Esas grandes, que dan mucho miedo, pero del bueno, en las que decides qué va a ser de ti en los próximos dos años. Esas en las que te aconseja tu padre y te resuelve el problema de una semana en un minuto. Esas en las que te das cuenta que no hay vuelta atrás. Esas complejas que cruzas con un extraño por la calle y le aguantas la mirada un segundo de más. Esas en las que te das cuenta que te puedes comer el mundo, y esas en las que piensas que eres solo una más. Esas hablando por teléfono a escondidas con tu novio de la adolescencia hasta la madrugada. Esas descontroladas, en las que no aplican los filtros, y te muestras en tu más pura esencia. Esas con los amigos de siempre que te recuerdan tus manías de pequeño.

Me quedo con esas conversaciones que hacen que dejes de ver a tu hermana pequeña como un estorbo y que empiece a ser tu mayor confidente. Esas conversaciones en las que un conocido se convierte en tu amigo. Esas que te llegan al alma. Esas en las que te haces la loca, la despistada, en las que tienes que disimular. Esas en las que te metes en tu mundo genial y, durante un rato, todo es un poco menos difícil. Esas en las que te toca decir triunfante “te lo dije” y esas en las que toca aprender la lección. Esas peligrosas después de haberte tomado unas copas y haber aceptado la invitación a un paseo. Esas en las que juegas con fuego.

Me quedo con esas conversaciones de verano, de invierno, de otoño y de primavera, porque todas son distintas según la estación. Esas con un antes y un después. Esos monólogos que tienes con tu perro. Esas que vienen premeditadas y llevas mucho tiempo esperándolas. Esas en las que funcionan por medio de canciones. Esas de concierto. Esas de cine. Esas de rutina que, cuando ya no están, las echas de menos. Esas que has ensayado mil y una veces para que luego, cuando llega el momento, ni te acuerdes del guión.

Me quedo con esas conversaciones de hace dos años y también con la de esta mañana contigo. Esas conversaciones que tenemos entre nosotros para nadie más. Esas en las que vemos que lo nuestro no son las despedidas. Esas en las que sellamos nuestro futuro. Esas que tenemos con los demás para celebrar nuestra decisión.

Me quedo con ese millón de conversaciones y unas cuantas más porque hiladas, una a una, realmente son una sola historia para contar que nunca acaba.

– Z

Fotografías: Anónimo

Ellos no tienen que llorar

Siempre hemos creído que los niños tenían que ir de azul y las niñas de rosa, y que resultaba que el amarillo era neutro. Que a lo que había que aspirar era a llevar una vida correcta, que consistía en una casa grande, tres niños y un perro. Creímos que nos tenía que gustar lo dulce y espantar lo amargo, y que, a partir de cierta edad, no se podía volver a jugar. Que teníamos que esperar que se fijasen en nosotras y que ellos no tenían que llorar.

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Creímos que el esfuerzo del estudio daría sus frutos y que la vida, ante todo, es justa. Nos dijeron también eso de que lo malo es bueno, que la rutina es aceptable, y qué es una cara bonita y una fea. Que si nosotras éramos totalmente independientes quedaba indiscreto. Que si ellos aprendían a cocinar y planchar perdían masculinidad. Creímos que si sonreíamos demasiado, resultaríamos tontos, pero que, si no lo hacíamos lo suficiente, nos tacharían de deprimidos. Aspiramos al “término medio”, creyendo que era lo adecuado, que ser del montón tenía que ser nuestro mayor afán y orgullo. Y que sobre todo no había que cuestionarse nada de esto porque sólo complicaría las cosas, y lo complicado nunca resulta ser bueno.

Y nos lo creímos porque resulta que hay que caerse al suelo un millón de veces hasta que se consigue ver al cielo.

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Que hay que saber que a veces lo complicado es la mejor sensación, y que puede que no todo tenga que ser fácil con tal de que resulte que ha merecido la pena.

Y puede que lo correcto ya no sea lo que se lleve y, si me preguntes lo que pienso de ti, puede que la respuesta no te guste.

Puede que el término medio ya dejó de ser suficiente y que todas mis mentiras en realidad sean deseos.

Puede ahora ellos lloren porque, no por no exteriorizar algo, no signifique que no existe.

Puede que nosotras nos hayamos hartado de esperar y que ya no pidamos permiso antes de pedir perdón.

Puede que haya días que haya que cuestionarse todo de más y que nunca se llegue a saber del todo cuántos años hay que vivir hasta ser realmente libres.

Puede que la rutina haya dejado de existir y algunos estemos en nuestra misión olvido, borrando el pasado poco a poco, volviendo a pegar meses al calendario, según nos convenga. Pero no porque no nos guste el pasado, sino porque queremos vivir un millón de futuros posibles.

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Puede que se aprendiese más en el estribillo de una canción, que dura quince segundos, que todos esos años en un aula.

Puede que queramos seguir jugando a los veinte y a los treinta. Y lo hagamos.

Puede que vea belleza en las caras que, según los cánones, no la tengan y me pregunte por qué el amor es la ciencia con la teoría más simple y la práctica más imposible de todas.

Y puede que corra porque en el fondo me gusta que me persigan.

Y puede que sea todo muy sencillo y que las segundas oportunidades haya que merecérselas. Que son un regalo y eso de que la gente cambia es una utopía. O puede que no.

Puede que, como dijeron unos, seamos dos almas perdidas en una pecera enana, dando vueltas año tras año, sobre la misma tierra. Y puede que nos hayamos encontrado de nuevo, con los mismos miedos de siempre.

Puede que el sabor amargo me guste porque me recuerda a ese verano e inevitablemente me pregunte cómo ella lo consiguió. Porque yo también quiero.

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Puede que quiera que el mundo nos recuerde por lo que nunca fuimos, que es más grande que lo que siempre seremos.

Puede que haya errores eternos o que todo sea eternamente erróneo. Que el problema no está en que ella no resulte ser la chica de sus sueños, sino en que sea la chica en la que piense dentro de unos años, mientras esté en un bar tomándose una cerveza, deseando habérsela pedido rubia para que se pareciese al color de su pelo.

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Puede que cada dos minutos algunos intenten cambiar de estrategia para despistar al adversario, cuando a los únicos a los que consiguen confundir es a sí mismos. Pero no pasa nada, todos lo hacemos tarde o temprano.

Puede que ya me esté cansando de lo de siempre, porque ya deja de saber a lo de nunca.

Puede que los crujidos de la madera del suelo debajo de tus pies se hayan establecido como número uno en mi jerarquía personal de ruidos favoritos.

Y puede que el azul ahora lo lleven las chicas, que el rosa sea cosa de todos y el amarillo se haya pasado de moda.

Y puede que yo sonría demasiado. De oreja a oreja, como se dice. Pero qué queréis que os diga. Me da exactamente igual lo que piensen.

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– Z

Fotografía: Anónimo, Anónimo, filipesantossilva, F-K, lunegram, Anna Bond

Cruzar en rojo

Existe todo tipo de amor en este mundo, pero nunca el mismo dos veces.

– F. S. Fitzgerald

 

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Supón que nunca encajamos pupilas.

Supón que nunca te dejé quererme, que nunca te dejé nada.

Supón que no te llamé esa noche, y que tú no me viste esa otra.

Supón que vivíamos en el momento correcto, en un mundo de todo menos torcido, en el que se practicaba el pedir permiso antes de pedir perdón y las cosas se arreglaban solas, o realmente no necesitaban arreglarse porque nunca llegaban a romperse del todo. Que quizás la decisión de quedarnos quietos, a ver cuánto tardaba en pasar la tormenta, pudo ser la peor que tomamos. Ingenuos pensábamos que si ignorábamos la lluvia, el granizo y los relámpagos, nos salpicaría todo un poco menos, y no nos dimos cuenta de que el movimiento se demuestra andando.

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Supón que no me volvías loca, con idas y venidas. Supón que nunca me propusiste jugar a un escondite diferente, cuando el único que sabía jugar a esa versión eras tú. Imagínate por un segundo que no me dejaba llevar. Imagínate que yo no me vengaba enterrándote en reproches, para luego decirte que era sin querer, disfrazada de indiferencia. A veces me divierto pensando en cómo sería de distinta mi vida si hubiese ido tomando otros caminos, o mejor dicho cómo sería de distinta yo. Siempre me ha gustado la expresión: las personas nacen pero también se hacen. Las circunstancias nos van cambiando, pero qué quieres que te diga, nos influye aún más la gente de la que nos rodeamos, y hay cierta personas que dejan un agujero de bala que intentamos cubrir con una triste tirita.

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Supón que era inmune a ti, que no regresaba mil y una veces, que las excusas no me ahogaban. Que no tropezaba cincuenta veces. Con cada pie. Que no te besaba con la mirada ni te odiaba profundamente con los labios. Que no nos deshacíamos con la vergüenza. Que en cada “te va a gustar esta canción” tuyo no había un mensaje encubierto, y además de los permanentes que se quedan descaradamente arraigados en la memoria para no irse. Que en cada volver a empezar de cero, no creábamos una versión nueva del desastre anterior, de esos que todo el mundo criticaba (y envidiaba) pero no entendía. Que no convencías a los meses para que pasasen volando.

Que quizás hoy, por mi salud mental, necesitaba desvariar un rato, aunque fuese sólo una última vez y que mañana siempre llega demasiado tarde. Que en mi desorden, encuentro orden, y eso es lo que me gusta de él. Que puede que hubiese pasos que nos alejaban el uno del otro, pero inevitablemente nos acercaban a algo mejor.

Que lo de siempre sabía como nunca.

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Supón que no nos matamos de tanto intentarlo, que no nos desgastamos hasta odiarnos. Que no cruzamos en rojo, de la mano y sin mirar. Supón que fue fácil, como en esas películas absurdas de amor que íbamos a ver al cine con la esperanza de que algo se nos pegase.

Sólo supón que nunca pasó y que ahora no soy un trofeo más en tu estantería de memorias pasadas.

Supón que lo importante no estaba en las despedidas, que en realidad nos gustaba quedarnos con sabor amargo, que la paz estaba sobrevalorada y éramos amantes de guerras infinitas.

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Sólo supón por un instante que no fui tu rutina preferida.

Que no llevábamos más de un suspenso en esta asignatura.

Que no viniste para quedarte, y nunca te acabaste de marchar.

Que esas palabras nunca fueron las que se dispararon.

Que de pronto todo era lo que parecía.

Sólo por un segundo, por favor, suponlo.

– Z

El primer día del resto de mi vida

Recuerdo que hacía frío y que era ya de noche. Me acuerdo la sensación de pereza, de no querer ir a esa cena, de que yo estaba muy a gusto en ese bar, con una copa en la mano y las ganas de bailar en la otra, y lo último en mi lista era ponerme seria para ir a un restaurante. Hoy doy gracias por pensar en ese momento que la gente que cancela en el último momento es detestable. Por eso cogí el abrigo y fui a la dichosa cena. Llegué al restaurante tarde pero aun así era la primera de todos. Si no recuerdo mal, era el comienzo de mi etapa de obsesión con el vino así que me pedí una copa, para amenizar la espera. Podría contarte mil detalles más de esa noche pero hay uno que sé que jamás se me olvidará: el momento en el que vi que tú me miraste. Y ahí lo supe. Tú ya me entiendes.

Se me hace gracioso pensar que durante años nos relacionábamos a base de “holas seguidos”, esos en los que te encuentras a alguien en el pasillo, saludas brevemente y sigues andando porque en realidad nunca te llegaste ni a parar. Y una noche de diciembre, sin aviso previo, después de años sin contacto alguno, nos re-conocimos.

Y lo demás ya quedó entre tú y yo.

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Porque a partir de ese día por primera vez el contador sumó en positivo. Por primera vez las cuentas salían. Por primera vez no era ciencia ficción, sino realidad. Por primera vez supe que podía arrancar y que me podía embalar, olvidándome de los frenos y divirtiéndome, no con la brisa, sino con un huracán en la cara a mil por hora.

Es que entraban ganas de irse a cualquier otra parte, con tal de que fuese única y exclusivamente contigo. La idea era firmar un contrato de ausencia indefinida y desaparecer del mapa. Y por el camino convertirnos en el mejor equipo de dos que jamás hubiese existido. Porque no, necesitábamos a nadie más. Porque sí, era una superación de expectativas constante.

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Esa sensación de haber encontrado el “punto y final” no era pura corazonada, sino es que simple y llanamente ya no había sitio para más puntos. Todo lo habías llenado tú.

Hay veces que después de tantas decepciones has enterrado ese sentimiento tan profundamente que se encuentra casi en el centro más oscuro de tu ser, y en teoría es imposible que salga algo nuevo. Digo teóricamente porque si resulta que se entierra en un buen suelo, dará lugar, en el momento justo, a que crezca algo genial. Algo que supere a todo lo anterior con tal magnitud que será imposible comparar porque eso sí que es jugar en primera división y todo los demás simples partidos de aficionados de domingo por la mañana. Get ready to get your mind blown.

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Bienvenido a mi lista de obsesiones, de seres permanentes y triunfos inminentes.

El día que te sentaste en la mesa de ese restaurante fue el momento en el que empecé a desempolvar palabras y reinventarlas, dándoles un nuevo significado. “Ir a cenar” ya no era comer con cualquiera sino experimentar el mayor de los subidones contigo. Los “nervios” no eran algo que se experimentaba antes de un examen o una entrevista, sino los veinte elefantes, que no mariposas, que se materializaban en mi estómago cuando te veía. Y la “ginebra” no era ese vaso que tenía el don de convertir la noche en prometedora, sino el recuerdo del sabor de nuestro primer beso.

Contigo aprendí que a veces los mejores momentos de nuestras vidas son aquellos que transcurren en silencio. Que las palabras suelen sobrar. Y las formas también.

A tu lado todo me sabía a poco, “más” nunca era suficiente y “ya” llegaba media hora tarde.

¿Y qué decirte que no hubieses intuido ya? Hacía ya tiempo que te había entregado el mapa de mi alma. Que eras mi presente y no había día sin ti. Ni hora ni minuto, para qué engañarse. Hacías que eso de la telepatía, la conexión, la chispa fuesen cosa del día a día. E, irremediablemente, sólo siendo tú, conseguiste que te quisiera de una forma inexplicable y ya no existía palabra en el vocabulario español capaz de describir lo que eras para mí.

Había veces que intentaba que no me gustases, y sólo sentía más. Me encantabas y me encantaba que me encantases. La mejor sensación era la de tenerte muy cerca y pensar que sería genial que algún día estuviésemos tan pegados hasta el punto de fusionarnos. Me enamoraba tu sonrisa, tan especial, tan para mí. Tu sello de identidad. Me gustaba cuando nuestros ojos se fijaban y, sin haber abierto la boca, nos lo habíamos dicho todo. Me encantabas incluso con barba, que fíjate que la odiaba porque me lijaba la cara. Me encantabas aquí y allá, lejos y cerca, pero cuanto más cerquita mejor.

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Y te hablo en pasado porque es que hoy describir el ir a cenar contigo como un subidón se queda corto, los veinte elefantes son ahora ochenta, nuestro equipo se está perfeccionando y el momento de irnos a cualquier otra parte de forma indefininda se aproxima, los besos no tienen uno sino un millón de sabores y recuerdos, la primera división se nos quedó pequeña hace mucho, ese «punto y final» ocupa todo el horizonte, el huracán ya ni lo noto porque esto lo superó hace bastante tiempo y los «holas seguidos» se han transformado en un gran «me quedo«.

– Z

Punto y aparte

Vivir no es sólo existir,
sino existir y crear,
saber gozar y sufrir
y no dormir sin soñar.
Descansar, es empezar a morir.

– G. Marañón

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Oigo a la gente quejarse con demasiada frecuencia de una lista interminable de cosas en la vida. Para mí, quejarse es sinónimo de que no hacen nada por mejorar, ya sea su situación personal, emocional o estructural. Tiempo que podrían invertir en dejar todo aquello que les repatea para dedicarse a lo que le llena, aunque sea mínimamente, y no lo hacen, es tiempo perdido. 

Punto y aparte.

Ser infeliz es una decisión que algunos toman en cierto momento de sus vidas. Os voy a contar un secreto, tan antiguo que se nos ha olvidado y que aunque es a voces, muy pocos hacen caso: puedes cambiarlo todo cuando quieras. Sólo tienes que atreverte y pegar el salto. El mejor regalo que nos han dado es el tiempo pero precisamente no es el más abundante. Tiene la tendencia de escurrirse entre los dedos, sin que te percates de ello.

¿Que con el trabajo de tus sueños no llegarías a fin de mes y por eso te dedicas a algo que aborreces pero que tiene mejor remuneración? La felicidad no se consigue ni se conseguirá jamás con dinero, así que replantéatelo. Ponte una meta y llega a ella. Fuera las dudas. Fuera la inseguridad.

¿Que resulta que estás harto de la ciudad, de la gente que te rodea, de que nada te llene? Haz la maleta antes de que te conviertas en una máquina y te dé hasta miedo salir de la rutina que tanto odiabas y descubrir qué hay más allá.

¿Que resulta que crees haber conocido a la chica de tu vida? Ve a por ella porque puede ser que te levantes dentro de diez años y te odies a ti mismo, sabiendo que otro, que se está levantando también en ese instante, sea el que esté casado con la que debería de haber sido tu mujer.

Punto y aparte.

Hablemos del destino. ¿Existe? A mí me gusta pensar que sí pero es que no es algo que llega fácil, tenemos que salir ahí fuera y agarrarlo. No vale esperarlo. No vale dejar pasar las oportunidades. No vale la vaguería.

Comentemos eso de la suerte. ¿Es verdad que unos tienen más que otros? Es difícil de admitir pero la respuesta es un «sí» rotundo. Pero pase lo que pase, no es excusa para patalear como un niño y no intentar solucionar las complicaciones que nos lanzan. Complicaciones que tienen el arte de llegar siempre en el peor de los momentos.

Y finalmente, discutamos sobre lo que está tan en boca de todos pero practicado por muy pocos: justicia. ¿Es real? Yo veo que cada vez es un término más abstracto tirando a etéreo. Sin embargo, nos podrán quitar todo, absolutamente todo, menos lo más importante: cómo decidamos tomarnos esa situación. Y si en eso eres más fuerte que ellos, será la mayor de tus victorias.

No digo que aquí todo es aceptable, que hay que pasar y dejar al de al lado plantado con un simple beso en la mejilla acompañado de un sonoro au revoir y no mirar atrás. El que viva acorde con el concepto no tomorrow está muy equivocado. Precisamente porque sí hay mañana tienes que dejarte la piel hoy. Sólo repito una cosa que se nos olvida con demasiada frecuencia: la historia de tu vida la escribes tú solito y únicamente tú eres el que tiene el poder de convertirla en uno de los mejores libros que hayan existido, en un clásico, o por el contrario en papel que utilice alguien para alimentar el fuego de la barbacoa.

Punto y aparte.

No voy a asentarme con eso de “de casa al trabajo y del trabajo a casa”. Sé que no siempre puedes dedicarte a lo que quieres y las circunstancias son lo que son, además suele venir bien una dosis de realismo, pero hay que aspirar a encontrar lo que de verdad nos apasiona.

No voy a conformarme con un amor líquido, como decía Bauman. Los amores de supermercado, esos en los que coges lo que te apetece rápidamente y al día siguiente decides cambiar de marca, están demasiado difundidos y aceptados hoy en día.

No voy a ser feliz si vivo la vida que otros han pensado para mí. Desde pequeños nos encauzan por el camino que aquellos más adultos piensan que nos conviene seguir pero nos hacemos mayores, evolucionamos, y resulta que se nos queda pequeño ese caminito de piedras. Queremos movernos en una autopista de cuatro carriles a la velocidad límite.

No voy a dejar de creer en mí misma y en mis ilusiones, porque si no lo hago ni yo, ¿quién lo va a hacer? Y si fracasas, no pasa nada, porque seguro que has aprendido algo nuevo. Como dijo Edison, “no fracasé, sólo descubrí 999 maneras de como no hacer una bombilla.” Y así, sin darte cuenta, te has convertido en tu versión 2.0.

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Este es mi credo personal.

Mi “manifiesto desastre”.

Mi declaración de intenciones.

Todos somos raros a nuestra manera y eso precisamente es lo que nos hace únicos: las cosas por las que somos negro o blanco, pero no gris. Nunca gris.

Llamadme ilusa, inmadura, lo que se os venga a la cabeza. Me da absolutamente igual porque conozco a un par de personas que vivieron así y cuando llegó la hora de la última despedida, se fueron con una sonrisa de oreja a oreja y ninguno se arrepintió de nada.

Solo espero que a mí me pase lo mismo.

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Punto y final.

–  Z

Fotos de Hawaiian Coconut

De lo poco que me queda

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La vida es un conjunto de momentos y memorias que se puede contar como una historia en orden cronológico en base personas que han formado parte de ella, el transcurso de su visita y los restos de su huella. A algunos los llegas a conocer bien en cuestión de un mes, a otros no tan bien a pesar de los años. A veces decides aprovechar las oportunidades y dejas que alguien se convierta en una parte significante. Otras, alguien es sólo una mera caña un martes cualquiera a las ocho de la tarde. Todo depende de cuánto te merezca la pena la persona, de cuanto te aporte y cuanto quieras vivirlo. Lo que sí que tengo claro es que a todo individuo en algún momento le acabas haciendo un regalo: siempre das una parte de ti, en mayor o menor medida. Valoramos el precio del regalo por medio de la intuición, que suele tener la misma puntería que una escopeta de feria. A veces nos permite dar en el blanco con los ojos vendados y otras fallar el tiro a un metro, ya sea por engaño o acierto. Por prepotencia o por sabiduría. Hay momentos de ignorancia o locura puntual en los que calculas mal y la envergadura del regalo excede y, por desgracia, no está a la altura del destinatario. Lo que nos ayuda a seguir adelante es pensar que algún día, después de tanto practicar, lanzaremos el tiro más preciso de nuestras vidas y seremos felices para siempre.
Hay otro dato a tener en cuenta, el más importante de todos. Según va yendo y viniendo la gente, aumenta la dificultad a la hora de regalar. Es difícil dar otro trocito más de ti mismo cuando ya el saco está casi vacío. Esos últimos trocitos se convierten en tu tesoro más valioso. Los guardas al fondo del cajón más escondido en una cajita a prueba de balas entre algodones. Por si acaso. No vaya a ser que me hagan daño, que a mí ya me han tiroteado demasiado. A ver si es que vuelvo a arriesgar más de la cuenta. Analizas cada vez más al que se lo vas a dar, el tamaño y la duración. Y cuantos menos quedan, mayor es la fuerza con la que te aferras a ellos. Ya te lo piensas dos, cuarenta o cien veces si es necesario el dar uno.

Contigo aprendí que cuesta, cuesta muchísimo desprenderte de uno de los últimos trocitos después de todo lo vivido, pero que no es imposible. Porque el que quiere, puede. Y si quieres con el doble de ganas, ya ni te cuento. El problema es que tardé un poco en darme cuenta de ello y aún así hay días que me sigue costando un poco. Pero sigo porque creo que hay cosas que son inevitables, como que acabásemos juntos.

Contigo aprendí que muy de vez en cuando es posible encontrar a gente tan excepcional en la que, sin saber muy bien por qué, confías tanto que al final te cuesta menos de lo que pensabas darles una parte de ti. Dicen que lo único que puede salvar a un ser humano es otro ser humano.

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Contigo aprendí a disfrutar de esas arruguitas que me empezaron a salir alrededor de los ojos que tanto me horrorizaban antes. Las vi de otra forma, les di otro significado. No eran el paso del tiempo, eran el aumento de felicidad.

Contigo me conocí a mí misma un poco mejor, y decidí también que había otras cosas que prefería jamás conocer. Que las palabras a veces sobran. Que las formas están sobrevaloradas. Y que a veces hay que tirarse de cabeza por el precipicio y esperar caer con los dedos cruzados sobre las benditas olas y no las rocas. Por ti decidí saltar una última vez y la verdad es que esta sensación de volar es de las mejores que he vivido. Para ganar, hay que arriesgar, y lo que no te mata, te hace más fuerte.

Contigo realmente supe lo que era la sinceridad y la confianza. Aprendí que si anteponía esos pilares a cualquier obstáculo, sería muy difícil que te fueses.

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Contigo descubrí otra forma de valorar a una persona. De igual a igual. Sin comparaciones de actitud o entrega. Sin juegos ni tensiones. Sin dar una de cal y otra de arena. Sino tomando como único juramento la transparencia y como trato mutuo la sencillez. Unos dicen que eso se llama «madurar». Para mí, es tener una relación de verdad.

Contigo aprecié aquello que antes tenía infravalorado: la tranquilidad. Creía que sentir algo real por otra persona era la inestabilidad extrema para experimentar una sensación fuerte. Eso era tan solo la influencia de la imaginación y de demasiadas decisiones erróneas. Eso tan solo conducía a asentar unas bases tan inestables que llevaban automáticamente a una permanente autodestrucción. Eso es algo que de lo que huyo ya.

Contigo aprendí, aprendo y quiero seguir aprendiendo, porque has hecho que vuelva a encontrar las ganas y no hay nada más que me guste en este mundo que oír la unión de las ocho letras que componen la palabra “nosotros”.

– Z

Fotos de The Sartorialist y Hawaiian Coconut.

De lo poco que sé sobre ella

No lo encontré en ningún libro, ni en un artículo de revista cutre, ni en ninguna película por muy profunda que fuese. De la vida aprendí viviéndola, arriesgándome. Solo hay un par de cosas seguras: que viviré unos años, que tendré buenos y malos momentos y que al final moriré. Pero vamos que no te he descubierto nada nuevo con eso.

Lo que sé de la vida lo aprendí a base de conversación, en los mejores momentos con café o ginebra de por medio. Las experiencias no sirven de nada si luego no se reflexiona porque es precisamente eso lo que nos hace mejorar y no volver a cometer el mismo error.  Que vivir a lo loco a los quince está genial pero a partir de cierta edad resulta triste.

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Lo primero que aprendí, de muy pequeña ya, es hasta donde llega el amor de unos padres. Da igual lo que hagas, digas o pienses. Da igual la cantidad de veces que pongas a prueba hasta dónde llegan sus límites. Da igual el daño que les hagas porque para ellos cualquier error descomunal es insignificante al lado de la más pequeña de las alegrías. Lo malo es que no supe a apreciar esto hasta que fui bastante más mayor. Nunca hay que olvidar que, con ese apoyo tan desinteresado e infinito, cualquier cosa es posible. Muchas de las cosas que he hecho han sido gracias a eso.

También vi que el control que tienes sobre las cosas que te pasan es mínimo tirando a nulo. El factor suerte existe. Es una realidad. Algunos nacen con él, otros no. Pero eso no significa que unos hayan nacido para ser grandes y otros para vivir en la sombra de los primeros. Tan sólo es que algunos tienen que trabajárselo un poco más. Una vez leí que “la vida no consiste en tener buenas cartas, sino en jugar bien las que uno tiene”.

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Cuando entré en la adolescencia aprendí, de una forma no demasiado agradable, que el que no corre, vuela. Las prisas siempre se dice que no son buenas, pero el que se queda quieto parado sí que no se lleva nada. Hay que tener inquietudes y, más que nada, aspiraciones porque si no se vive de forma monótona, en estado vegetal, y mueres igual que naces. Cuando hice este descubrimiento, me prometí a mí misma que cuando llegase a los 80 y mirase atrás, no pudiese evitar sonreír al acordarme de todo lo que había vivido.

También aprendí que sólo hay dos tipos de personas en esta vida: a las que les importas y a las que no. Así de fácil. El primer grupo suelen ser un 5% de la gente a la que conoces. Lo que no aprendí hasta más tarde es qué hacer con el 95% restante. Como dice una gran amiga mía de ese pequeño grupito, no nos queda otra que llevarnos con gente absurda porque si no estaríamos solos la mayoría del día. Y cuánta razón tiene. Para mí esto sólo hace que quiera a ese 5% un poco más.

 En la universidad supe que las oportunidades según llegan se cogen o no, pero jamás esperes que lleguen por segunda vez porque nunca serán igual que la primera, por mucho que nos queramos engañar. Que los que prometen hasta el oro y el moro suelen ser los que menos tienen que dar. Con esos cretinos, piensa mal y acertarás.

Con mi primer amor aprendí que no hay mejor sensación que enamorarse. Merece la pena incluso todo el dolor de la ruptura tan solo por haber vivido esa felicidad. Pero también aprendí que los consejos de las madres hay que seguirlos a pies juntillas. Hay que hacerles mucho caso. Con eso aprendí que el que te quiera alguien no es suficiente. Hay muchos factores más.

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Al acabar la carrera descubrí que tú eres tú y tus circunstancias. Tú y tus problemas. Tú y tus soluciones para ellos. No hay que dar por hecho que alguien va a venir a solucionártelos. No. Quizás tengas la suerte de que alguien se ofrezca pero no es lo normal. Cada uno tiene que tirar de su propio carro y que no hay mayor satisfacción que poder decir “misión cumplida”.

Pero lo más importante de todo lo aprendí hace poco: necesitas un ancla, una raíz, algo a lo que volver cuando las cosas vayan mal. Algo que te mantenga firme y te ayude a pasar el mal trago. Algo que te mantenga cuerdo. Yo no encontré al mío hasta hace pocos meses pero, amigo mío, más vale tarde que nunca. Desde que le encontré, he sido mucho más feliz.

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Y yo tan solo deseo que encuentres tú el tuyo.

-Z.